El director David Fincher nació en Denver pero residía cuando niño en San Francisco en la época (finales de los sesenta y principio de los setenta) en que el asesino del zodiaco actuaba a sus anchas por la zona norte de la ciudad. Siempre me ha fascinado el modo de asumir riesgos, de explorar nuevos caminos y crear atmósferas perturbadoras del firmante de la filmografía más enfermiza de la historia del cine (Alien 3, Se7en, The Game, El Club de la Lucha, La habitación del pánico) y resultar innovador en cada una de sus creaciones. Zodiac no es sólo un thriller o una excelente película policíaca, el realizador utiliza el MacGuffin del asesino en serie para realizar una rigurosa introspección sobre la convulsa sociedad norteamericana de aquel tiempo, tarada por los ritos de la contracultura, la guerra de Vietnam, los escándalos políticos... y los serial killlers.
Teniendo siempre presente esa cuestión, la historia abarca la investigación real y obsesiva llevada a cabo por policías y periodistas sobre las andanzas de un asesino en serie desde que se inició a finales de los sesenta y hasta los postreros ochenta. Tras su segundo asesinato confeso, Zodiac comienza a enviar cartas a los más importantes periódicos de California, esas misivas contienen datos de sus anteriores crímenes y mensajes cifrados que tienen como único objetivo poner en evidencia la perspicacia de la policía. Cuando una de esas cartas llega a la redacción del San Francisco Chronicle, el periodista de sucesos Paul Avery (Robert Downey Jr.) Y el ilustrador Robert Graysmith (Jake Gyllenhaal) comienzan a obcecarse con el caso hasta el punto de descuidar sus vidas profesionales y personales. Paralelamente el film sigue la pesquisas policiales a cargo de dos inspectores del departamento de San Francisco, David Toschi (Mark Ruffalo) y William Armstrong (Anthony Edwards) a quienes se le hace muy cuesta arriba realizar con eficacia su trabajo ante la falta de medios, el exceso de burocracia y el enfrentamiento entre las distintas jurisdicciones policiales. Aun así, ponen todo su empeño por encontrar una cierta lógica a los crímenes cometidos por el Asesino del Zodiaco.
Manejando influencias fácilmente reconocibles (Todos los hombres del presidente y Klute, las dos de Alan J. Pakula, La Conversación de Francis F. Coppola y J. F. K. de Oliver Stone) y basándose en los libros “Zodiac” y “Zodiac Unmasked” escritos por el caricaturista Robert Graysmith -a quien da oxígeno magistralmente Jake Gyllenhaal en el film- el director de El Club de la Lucha desarrolla una obra muy alejada de los parámetros estéticos y narrativos de Se7en, para alumbrar un artefacto de tintes psicológicos, filosóficos y sociológicos que aun teniendo ambas como eje las correrías de un asesino en serie y la investigación incansable para darle caza, la pulsión dramática, la estructura y el aroma son diametralmente opuestos. Pausada, elegante, meticulosa, asfixiante, tan densa, sobrecogedora y sobresaturada de datos que es posible que algunos se nos escapen y nos sintamos extenuados.
Si uno de los mayores logros de la función es no caer en el autoplagio y saber medir inteligentemente los tiempos de un relato pensado ser saboreado en su toda su dilatada amplitud (como la historia de la investigación que se prolonga a lo largo de dos décadas) otro de sus grandes aciertos es la elección de un reparto en el que nadie brilla por encima de nadie, tal vez Jake Gyllenhaal por su mayor peso, por eso de que la historia se nos sirve narrada a través de su mirada panorámica y obsesiva. A pesar de todos los esfuerzos, Zodiac nunca fue capturado, Graysmith apuntó como conclusión de sus investigaciones a Arthur Leigh Allen (interpretado por John Carroll Lynch) un tipo gris y anodino que estuvo en la cárcel acusado de pedofilia a mediados de los setenta, justamente en la época en que dejaron de ser enviadas las crípticas misivas por el zodiaco.
Puede que el ilustrador tuviera razón, pero pruebas en su mayoría circunstanciales (un reloj Zodiac con el mismo logo utilizado por el asesino para firmas las cartas, cierta referencia a El malvado Zaroff de la que era un fan declarado, un zapato suyo encontrado en la zona de uno de los asesinatos) no fueron evaluadas con el peso suficiente como para evitar que siguiera en libertad, muriendo de un ataque al corazón en agosto de 1992. Lo que si consiguió el enigmático psicópata es poner patas arriba las vidas de los implicados en la investigación, siendo absorbidos por ella. Es el caso del periodista Paul Avery, que dejó el San Francisco Chronicle para convertirse en alcohólico y drogadicto, aunque no le fue mucho mejor a Graysmith, que también dejo su labor en el periódico para dedicarse en exclusiva a la resolución del caso, lo que afectó de forma corrosiva a su matrimonio.
Todavía hoy sigue siendo uno de los sucesos más famosos de la criminología estadounidense, e infinidad de películas y personajes han surcado referencialmente aquel famoso caso que seccionó la yugular del paisaje humano de una ciudad abierta, bohemia y señorial cuando todavía se estaban deshojando las margaritas del mítico verano del amor. Fincher capta todo ese ambiente, el pánico y el bullicio de las redacciones y las comisarías con una puesta en escena sosegada y prodigiosa, nos atrapa en un subyugante laberinto aunque sepamos de antemano que no hay salida, entre otras razones porque los asesinatos no seguían ninguna pauta o ritual y los mensajes cifrados jamás condujeron a ninguna pista sólida.
Hay momentos en que uno siente miedo, pese a que la finalidad sea indagar en las líneas de la justicia y cómo si no se pone límite a la obsesión te acaba destruyendo, el miedo aparece en terribles fogonazos descubriendo la impunidad de unos asesinatos aterradores (la pareja tiroteada frente al campo de golf de Vallejo, la muerte del taxista, el apuñalamiento de los amantes en el lago Barryessa) cometidos seguramente con el único objetivo de poner en jaque a la policía y buscar un lugar privilegiado en el Olimpo de la crónica negra. Fincher alcanza la plenitud, la madurez de un autor insólito y superdotado para cualquier desafío, demostrando a todos aquellos que simplifican y relativizan la labor del cineasta que, se necesita más cerebro para hacer buen cine que para extirpar un tumor cancerígeno en el útero. Obra maestra.