La carrera de Luc Besson, como la de tantos directores, se me antoja muy irregular, altibajos que no restan ningún mérito a la labor desempeñada por el realizador, productor y guionista en su faceta de transformador del cine francés en las últimas décadas a través de su productora EuropaCorp. Una carrera que ya apuntaba maneras en su debut en el largo con aquella fábula postapocalíptica, rodada en blanco y negro y sin diálogos titulada Kamikaze 1999 (1983), pero que hasta la fecha sólo ha alcanzado dos cimas importantes: León: El Profesional (1994) que sigue siendo para mí su mejor película, lanzó a la fama definitivamente a Jean Reno y abrió las puertas a la gloria a Natalie Portman; y El Quinto Elemento (1997) una impecable y pulcra sci-fi que ha quedado alojada de forma inalterable en la memoria de millones de aficionados al género. Si soy sincero, nada de lo que ha dirigido posteriormente me ha resultado atractivo, mucho menos la reciente Malavita(2013) en la que Robert De Niro ¡pónganse las gafas! Hace un papel de gánster. Original ¿no?
Aún así, uno siempre está dispuesto a dejarse sorprender por alguien que en un tiempo ya lejano, había creado alrededor de su figura excesivas expectativas: El ser humano utiliza una parte ínfima de sus recursos cerebrales y la ciencia especulativa lleva años imaginando qué pasaría si pudiéramos utilizar a la vez los cien mil millones de neuronas que componen el cerebro. En la trama, Lucy (Scarlett Johansson) es una joven universitaria afincada en Taiwán a la que su chico obliga a entregar un maletín a un contacto que espera en un hotel. En la acción, Lucy es raptada y tomada como rehén por los esbirros del despiadado Sr. Jang (Choi Min-Sik. Una vez en la habitación, le implantan en el vientre una bolsa con una poderosa sustancia química y la mandan al otro lado del mundo como vehículo de un material que no tiene precio. Tras recibir una paliza, la bolsa se rompe y los narcóticos entran en contacto con su cuerpo. Lucy comienza a percibir sensaciones y capacidades superhumanas convirtiéndose en una poderosa máquina de matar, y mientras la sustancia sigue despertando cada rincón de su mente, Lucy pide ayuda al profesor Samuel Norman (Morgan Freeman), que lleva años estudiando el potencial del cerebro humano y se impone como la única persona capaz de averiguar hasta dónde puede llegar esto.
Apuntaba que el Luc Besson director me había defraudado tantas veces últimamente que me dispuse a ver su nueva propuesta sin excesivas esperanzas. Tras abandonar la sala, tuve claro que nada de lo que había visto me había sorprendido, pero también que pocas cosas perdurarán a lo largo del tiempo en mi memoria. Lucy ni siquiera roza el listón alcanzado por las dos películas que citaba anteriormente, pero al menos se convierte en un entretenido pastiche multirreferencial con guiños a 2001: Una odisea del espacio, Matrix, Origen, y las recientes Sin Límites y Trascendence, que nos deja algunos momentos mágicos y sugestivos.
El peso de la función recae exclusivamente sobre las espaldas de una Scarlett Johansson como exquisita y ultradimensional heroína de acción con superpoderes, que acepta con exuberancia ese rol tomando el testigo de la Anne Perillaud de Nikita o la Angelina Jolie de films como Salt o Wanted. Teniendo siempre presente de que el film parte de una premisa absolutamente disparatada y dando por sentado a Luc Besson en el sillón de la hipérbole (donde se encuentra muy cómodo) este alucinante viaje a través de la mente se convierte en una loca, lisérgica, estrafalaria y encantadora aventura que se ve penalizada por unos villanos de opereta.
Los apuntes científicos a cargo de un intrascendente Morgan Freeman sobre el desarrollo del potencial cerebral y lo insignificante de la raza humana, sólo logran hacer más estridente la trama que finalmente acaba bifurcándose por los mismos derroteros que un chute de LSD, y Besson nos empuja a una montaña rusa de trucos y efectos digitales dejando su sello personal en las comiqueras persecuciones y tiroteos ejecutados de forma tan irónica como paródica.
No creo que a Johansson le haya costado demasiado esfuerzo insuflar oxígeno a un personaje tan frío como robótico, pero la cinta incluye dos escenas que merece la pena subrayar: la secuencia, teñida de una corrosiva nostalgia y emoción, en la que se comunica con su madre por el móvil mientras un cirujano le extrae sin anestesia la bolsa que contiene el potente narcótico; y esa otra en que en un revelador viaje en el tiempo toca con su dedo índice el de un ancestral primate en el marco incomparable de un paisaje virginal y de belleza paradisíaca. Lucy no es una gran película, llena de incoherencias, su guión tiene más agujeros que los cadáveres de Bonnie & Clyde, la acción transcurre en demasiados momentos de manera atropellada, pero si te atrapa su vértigo te puede conducir a uno de esos placeres culpables en los que el estilo se impone sobre la cohesión y la lógica.